Ps. Cl. Mónica C. Jurado
«Soledad» (detalle). Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. 2013.
Resulta complejo precisar lo que se concibe por emociones: cada tipo de psicología llama emociones a ciertos comportamientos que consideran más fascinantes. Sin embargo, ciertas conceptualizaciones carecen de lo primordial, un vínculo más preciso con una teoría que se refiera al hombre como ser hablante insertado en una cultura.
Un primer acercamiento respecto de lo que llamamos emociones podría ser a partir del campo de los comportamientos animales. La etología, por ejemplo, investiga las diferentes reacciones de las especies animales frente a determinadas condiciones o contextos de sus vidas.
Lo que podemos señalar como emociones entre los animales es un conjunto muy reducido y restringido de rasgos y de conductas típicos, que podrían ser especificados como la amenaza, la sumisión, el miedo y la huida; la intimidación, la alegría y el abatimiento. A cambio, no se encuentran emociones exclusivamente vinculadas con sentimientos de pérdida y de duelo, o con depresiones, o con desafíos o dudas; en los animales no se distinguen la ira ni el llanto.
Una observación minuciosa nos enseña que las emociones que compartimos con los animales suelen ser comprensibles para todos los seres humanos; poco importa la cultura a la que pertenezcamos. Entonces, existen ciertas emociones que son universales; sin embargo muchas otras se encuentren estrictamente ligadas a una cultura determinada. Además, aparece un pequeño grupo de emociones universales e inherentes exclusivamente al ser humano, como la sonrisa, la risa y el llanto.
No obstante, la mayor parte de las emociones humanas no pueden ser interpretadas por sujetos que ignoran esas culturas porque corresponden a un código propio, a una socio-cultura dada y pueden llegar a provocar, en algunas personas, actuaciones equivocadas a partir de una dilucidación equivocada.
El psicoanálisis lacaniano nos propone un modelo estructural interesante para lograr adentrarnos en el tema que nos ocupa, las emociones. Es el nudo borromeo: (Lacan, 1971) la articulación de las tres dimensiones de real, simbólico e imaginario. Simplificando, el registro de lo real es el nivel de lo inanimado; el de lo imaginario, el del animal; y el registro de lo simbólico, el del ser humano. Lo real pertenece al cuerpo individual y aislado. Lo simbólico es lo que compartimos con nuestro grupo, es lo que nos adscribe a una socio-cultura, es la dimensión de lo colectivo. Lo imaginario es de cierto modo la articulación entre esos dos planos: es la interacción entre lo individual y lo colectivo en la persona.
En este sentido, se pueden ubicar a lo que llamamos emociones desde dos planos: desde la unión entre lo real (del cuerpo) y lo imaginario. Estas emociones son sensaciones y señales corporales cercanas a instintos y a las pulsiones.
Mientras que otras emociones se encuentran en el borde o la frontera entre lo imaginario y lo simbólico, entonces se tratan de expresiones sumamente elaboradas y codificadas que sirven para comunicarse dentro de un específico grupo social.
Constituyen una especie de vocabulario en común, familiar o social, que nos permiten a los sujetos, descifrar sentimientos como si fueran palabras. Dicho de otra manera, si comparamos a las emociones con la música, son las tonalidades, los alegros, con brío, el fortísimo, el pianísimo…
Las emociones: un problema que plantea el lazo entre lo individual y lo colectivo
Tanto las sociedades contemporáneas como las arcaicas tienen y tuvieron sus formas propias para especificar las emociones que pueden y las que no pueden permitirse o expresarse. Cada cultura estipula, por lo tanto, las situaciones adecuadas para cada tipo de emoción socialmente registrada.
Existen emociones que son reconocidas en ciertas culturas y que no existen en otras; o aparecen emociones que son llamadas como positivas en unas, y razonadas como muy perniciosas e incluso peligrosas en otras.
Por ejemplo en Japón, el vocabulario de las emociones es en extremo extendido y prácticamente intraducible. Recordemos que su sociedad es fuertemente organizada en cuanto a los modos de desenvolverse y de comunicarse, que son muy estrictos y rigurosos: cada gesto, cada vestimenta develan un sentido definido.
Trasladándonos a otro continente, encontramos que en el mundo quichua de la Sierra ecuatoriana, la ira está vedada dentro de las emociones aceptadas por la socio-cultura. A cambio, la tristeza lleva a ´una intervención rápida del entorno por temor a que la persona se vuelva loca´.
Todo esto nos conduce a señalar que el manejo de las emociones está perennemente unido a la convivencia en una comunidad y lo que en esta es aceptado, enaltecido, prohibido e, inclusive, imposible de ser nombrado.
Para resaltar este punto, nos podemos referir a las conductas suicidas, que a primera vista parecerían que se tratan de actos profundamente individuales y, por ende, ligados exclusivamente con los avatares emocionales de cada persona. Sin embargo, las conductas suicidas están enlazadas con escenarios que incluyen diferentes factores sociales, como el hecho de estar casado o no, de tener hijos, o de pertenecer a tal o cual religión; por lo tanto, sus causas tienen que ser comprendidas siempre relacionadas a una cultura particular, las cuales dependerán de los valores sociales propios de cada grupo. Por todo esto, la forma de suicidarse estará determinada por las costumbres de esa sociedad; en el Ecuador a ninguna persona se le ocurriría hacerse un harakiri (suicidio ritual japonés que se realiza por razones de honor y consiste en abrirse el vientre con un arma blanca).
Se puede deducir que resulta prácticamente insostenible discutir sobre las emociones haciendo caso omiso de la socio-cultura a la cual uno corresponde. En este sentido, los casos de matanzas seguidos por el suicidio del asesino, ocurridos en varias zonas de los EE.UU., deberían ser evaluados en función de los códigos psicosociales de este grupo.
A partir de esto, se puede reflexionar que, en las sociedades tradicionales, las emociones que salen del contexto propio indican el desamparo del sujeto que intenta, a través de esas particulares expresiones emocionales, decir algo para lo cual no tiene palabras ni solución.
Desde este punto de vista, hay que recalcar que el manejo de las emociones debe fundarse en un profundo conocimiento de los valores sociales del grupo y en el olvido de nuestros propios prejuicios etnocentristas.
Contemplar la obra de Freddy Coello nos permite adentrarnos en sus laberintos emocionales para descubrir una parte del alma del artista y su entorno. Pero al mismo tiempo, cada espectador podrá sumergirse en lo más profundo de sí mismo, en donde se entretejerá su propio laberinto personal y colectivo, con el universo que cada obra representa.